viernes, 27 de diciembre de 2013

Lo que un año viejo le puede dejar a un joven Licenciado en Español y Literatura

Lo que un año viejo le puede dejar a un joven
 Licenciado en Español y Literatura
Jhon Monsalve

A mis compañeros de aquella cohorte 2008-1… y a todos los que vinieron después…

Hace un año, por estas fechas, me graduaba como Licenciado en Español y Literatura de la Universidad Industrial de Santander. Tenía miles de propósitos y de planes académicos. De haber sido supersticioso habría cenado una vid entera para poner en manos del azar los sueños que tenía. No lo hice, tal vez porque, de cierto modo, muy dentro de mí, quedaba la esperanza de ahorrar para estudiar una maestría fuera de la ciudad. Lo único que necesitaba era encontrar un trabajo estable, en el que ganara, no como limosnero, sino como licenciado, lo suficiente para aportar en la casa y cumplir con mis planes. Pasé con esmero y fe casi medio centenar de hojas de vida a colegios distintos en Bucaramanga y Santander. Ninguno se reportó al menos para decirme que mi currículum no bastaba para un puesto tan importante y serio como la docencia. Y tal vez, hasta en cierto punto, tenían razón. Puedo decir sin miedo a críticas que el pénsum de la carrera Licenciatura en Español y Literatura  promete unas cosas y el estudiante se encuentra, por lo general, con otras. Para nadie es un secreto que las pedagogías no tienen el suficiente fundamento pragmático que correspondería a una carrera universitaria como esta. No hay prácticas pedagógicas desde un inicio de la carrera; los estudiantes entran con la idea de ser literatos o lingüistas y no maestros. No los culpo: si la carrera exigiera prácticas en las materias pedagógicas (y en las Didácticas), los estudiantes estarían a tiempo para enfrentarse con la realidad de la educación en Colombia y para decidir si continuar o no con una labor que día tras días se llena de más burocracia, politiquería, farsas y profesionales frustrados.
Los colegios, todos, buscaban profesores con más de un año de experiencia, y yo me preguntaba quién diablos me daría la oportunidad para, algún día, acceder a tan reñidos empleos. Y llegó el momento y pensé en no desaprovecharlo. Un colegio de Piedecuesta, evangélico para rematar (no hay atentado más grande que el de combinar doctrinas religiosas con la educación), buscaba locamente un profesor de Español y Literatura que fuera cristiano. Yo no lo soy, pero mis lecturas bíblicas me ayudaban en algo y mis ganas de conseguir trabajo para ganar experiencia me obligaron a hacerme  pasar por un cristiano de alabanzas y de gritos estridentes. Me presenté, mentí, pasé las estúpidas pruebas y quedé con el puesto. De esa experiencia nació un diálogo que publiqué en Facebook por aquellos días:
En una entrevista:
— Bueno, profesor—me dijo el rector aclarándose la voz— aquí necesitamos que los estudiantes aprendan ortografía. Quiero que me explique qué estrategias utilizaría para ello.
—Rector, pienso que lo más importante no es que los chicos aprendan ortografía, sino que aprendan a leer, a tomar postura crítica haciendo uso de argumentos según sea el caso.
—Y entonces la ortografía... —alzó ligeramente la voz y apuntó con sus ojos.
— Pues, rector, la ort...
—Profesor, —no me dejó hablar más y disparó— si lo necesitamos, lo llamamos.
Y pasó el siguiente...
Y no lo acepté. La oportunidad la desaproveché porque en ocasiones debe ganar la dignidad: el sueldo miserable que ofrecían era muy similar al salario mínimo que se tiene previsto para el 2014 y los horarios iban de 6:30 de la mañana a 5:00 de la tarde. No sé ustedes, pero hoy, si se me vuelve a presentar esa oportunidad, la vuelvo a desaprovechar junto a un par de insultos.
Y nadie me llamó nunca. Entonces, decidí trabajar de manera independiente. Fui a Vanguardia Liberal y publiqué un anuncio, pero no sirvió de nada. Perdí 10.000 pesos y el último par de ilusiones que tenía.
Cuando cursaba la carrera, me incliné (otros no lo hicieron tanto) por el forzado Francés que rellena nuestro pénsum. Empecé a trabajar como profesor particular de francés y así me gané unos pesos. No era mucho. Me alcanzaba para aportar algo en la casa y para mis buses. Aunque siempre he estado en contra del Francés en la carrera, debo confesar que sin en él, posiblemente, me habría sentido mucho más fracasado de lo que fui. En otras palabras, y sin pensarlo ni un minuto, me volví parte del rebusque bumangués que la policía desaloja continuamente. Estuve pendiente de que algún militar me quitara las copias que tenía, con las que trabajaba, para cumplir con su deber de impedir que otros se ganen la comida honradamente en un país en el que las oportunidades huelen a palancas de estiércol.
El caso es que a la luz de hoy no me ha llamado nadie. Y no lo harán. Por eso, hace algunos meses, presenté el Concurso Docente Indecente con la ilusión de un mejor futuro. Pasé. Raspando, pero pasé. Y ahora estoy esperando la entrevista,  el estudio de la hoja de vida y la inminente negación del trabajo porque no tengo experiencia. Ya lo sé. Ni para qué me ilusiono.

Los que lleguen a leer estas cosas que  escribo, a veces inútiles, “inservibles” como diría una amiga cercana, comprendan que lo hago sin la menor intención de desilusionar a aquellos que estudian lo mismo que yo. Solo quiero mostrar que este problema debería ser discutido, estudiado, incluso investigado, en las cátedras de la universidad. Yo me ilusioné y me estrellé contra el mundo. Más bien quiero que este texto sirva de prevención. Eso sí: ojalá los nuevos Licenciados en Español y Literatura y los que están por venir encuentren  un excelente trabajo en el que aporten sus conocimientos y su ética a la educación del país. Ojalá, y lo digo de todo corazón, porque entre tanto graduado, entre tanto profesional nuevo en esta área, en Santander y en Bucaramanga, va a quedar difícil que todos lo logren. Pero ojalá así sea para que puedan escribir algún día, y en masa, una crítica  contundente a mis humildes reflexiones. Ojalá que en la vida profesional, el año viejo les deje mucho más que frustraciones. 

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Antropología simbólica y acción comunicativa: El eslabón del que carece la pedagogía contemporánea

ANTROPOLOGÍA SIMBÓLICA Y ACCIÓN EDUCATIVA:
EL ESLABÓN DEL QUE CARECE LA PEDAGOGÍA CONTEMPORÁNEA
Jhon Monsalve
Joan-Carles Mèlich Imagen tomada de Internet

Mèlich, J.C. (1998). Antropología simbólica y acción educativa. Barcelona: Editorial Paidós.

Joan-Carles Mèlich, Doctor en Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Barcelona, autor de diversos libros filosóficos y educativos, escribió en 1996 “Antropología simbólica y educativa”, una obra en la que combina estos dos factores con el fin de poner en reflexión el eslabón que le hace falta a la cadena pedagógica y educativa: la reposición de lo mítico, lo simbólico y lo ritual.  Cabe aclarar desde ya que estos tres elementos han sido apartados del entorno educativo y del mundo de la vida en general a causa de la prioridad que se ha tenido hacia el estudio científico. Ya veremos, en el transcurso de este texto, las posturas del autor al respecto.
“Antropología simbólica y acción educativa” se divide en tres partes constituidas por capítulos particulares. Antes del primer apartado, el autor hace una Invitación a modo de prólogo del libro, en la que expone los elementos que se han dejado a un lado a causa, en parte, del avance científico. Allí explica que esos factores devienen del estado nocturno que se encubre con el sol de la ciencia. Luego hace una Entrada, a modo de introducción, en la cual reflexiona sobre la realidad relativa de las perspectivas humanas: asegura que para hablar de lo real debería remitirse al contexto y a la persona que lo considera como tal. Luego retoma lo que vendría a ser una sus más recurrentes hipótesis: sitúa al arte y a la religión dentro del lenguaje simbólico, y lo científico, por su parte, lo emplaza dentro de lo sígnico. Mèlich complementa estas ideas relacionándolas con el Mythos (lo simbólico) y con el Logos (la razón, lo científico); a partir de ello, afirma que para alcanzar las caras escondidas del fenómeno educativo resulta imprescindible salirse de lo racional y teórico para llegar a lo nocturno, es decir, a lo simbólico.
 Justo después de estos textos introductorios, el autor da inicio al primer apartado de “Antropología simbólica y acción educativa”, titulado “Los elementos del mundo social”, que está dividido en cinco capítulos que exponen los conceptos básicos relacionados con las tesis sobre la pedagogía y su eslabón faltante: 1) El mundo: antes de adentrarse en lo que Husserl, Habbermas, Schütz y Luhmann denominaron el Mundo de la vida, Mèlich comprende que, para algunos estudiosos de las ciencias sociales, solo son científicas aquellas investigaciones que parten de postulados de las ciencias naturales y, para otros, como él, según se evidencia,  hay una opción distinta, ni mejor ni peor: aquella que se encarga de las estructuras microsociales como la intersubjetividad, la interacción, la comunicación o la ética. Estas tal vez estén situadas en el mundo de la vida, el precientífico, para Hussserl, el anterior a cualquier constitución de la ciencia. Un mundo de la vida lleno de interacciones, de sociedades. Esta intersubjetividad será tenida en cuenta también por Schütz y retomada en la comunicación de Habbermas y en el entorno comunicativo de Luhmann. Lo importante aquí es la relación que puede hacerse con el ámbito educativo, en el que se participa directamente de la vida del otro, ya sea este estudiante o maestro. 2) La cultura: este concepto es, para el autor, una forma de construir el mundo. Por tal motivo, dependiendo de la cultura, se construyen distintos mundos, portadores de sentidos en la existencia humana. En este apartado toca por primera vez los motivos que se reiteran en todos los mundos de la vida y que serán explicados a su debido tiempo: la violencia, el sexo y la muerte. En cuanto al ámbito educativo, este tema es fundamental, ya que lo multicultural es, en muchas ocasiones, imperativo social, del que se espera haya la compatibilidad justa de cosmovisiones diferentes. 3) El símbolo: es portador de sentido; lo sígnico se estanca en lo físico, en la ciencia. El símbolo evoca un significado que no está presente, que construye el mundo. Según Mèlich, el símbolo ha estado en rivalidad con el signo, en la pedagogía occidental, guardando la misma equivalencia, respectivamente, del Mythos y el Logos. Gracias al símbolo podemos descubrir lo nocturno, es decir, lo más profundo. 4) El mito: para Mèlich, el mito sirve para garantizar la permanencia de una sociedad; por lo tanto, para que esto se lleve a cabo, es necesario volver constantemente a este. Como se habla de sociedad, es lógico que el mito sea un fenómeno colectivo. Este término, en el área educativa, se descubre en elementos que nos remiten al pasado, querámoslo o no: el currículum escolar, por citar el ejemplo del autor, es resultado de toda una tradición y de un proceso de civilización. En este apartado se continúa con la temática antecedida en el segundo capítulo: la violencia, pues es esta el origen de las acciones humanas, y como origen remite al mito. 5) El rito: no podemos hablar de rito sin ligarlo al sacrificio, a la violencia y a la muerte. Pues es el rito el que, junto al sacrificio, recobra la armonía de una sociedad. En los próximos capítulos entenderemos, según los argumentos de Mèlich, que el rito, en el ámbito educativo, ayudaría a solucionar problemas de riñas y discordias entre estudiantes.
El segundo apartado “Las formas simbólicas de la acción educativa” se divide en cuatro capítulos que exponen la diversidad de símbolos que se presentan en la educación y su importancia antropológica en la familia y en la escuela. El primer capítulo, Símbolos esenciales de la educación, presenta algunos símbolos que remiten a lo masculino, como la serpiente o el sol, y otros que se refieren a lo femenino, como la tierra y el huevo. Pero tal vez el símbolo más importante sea el del laberinto, pues representa la dificultad de un fin y que podría ser motivo de fracaso. Esto, sin duda, alude al currículum o al plan de estudios, en el ámbito educativo. El segundo capítulo de este apartado lleva por nombre Los valores ocultos y la razón perversa; el autor reflexiona sobre la debilidad de lo sagrado, a causa de la prioridad científica y tecnológica. A esto denomina Desencantamiento o Desmitificación, conceptos que se evidencian fácilmente en la acción educativa: las asignaturas humanas han sido remplazadas por asignaturas prácticas y científicas. El tercer capítulo, Los órdenes simbólicos en la familia y en la escuela, trata sobre las jerarquías que se imponen en estos ámbitos sociales, en los que la mímesis o imitación del modelo es vista con malos ojos, acto que produce la violencia. Un ejemplo de ello es el alumno que imita y quiere superar al maestro, pero este no se lo permite; para lograrlo, hace uso del castigo o de la ridiculización. El último capítulo de este segundo apartado se titula Del déficit mítico al reencantamiento del mundo; el autor inicia definiendo el déficit mítico como la carencia de puntos de referencia en los elementos sagrados (símbolo, mito y rito), es decir, como la incompatibilidad o el desacuerdo en la existencia de lo mítico o simbólico. Esta discrepancia se corrobora en el aula de clase y en la enseñanza de las asignaturas.
El último apartado “Los rituales de la educación: deseo, violencia y sacrificio” retoma lo simbólico, lo mítico y lo ritual para relacionarlo con la violencia y sus añadidos: el sacrificio y el deseo. Este último apartado está dividido en tres capítulos y un Telón de fondo y de fin, como lo llama Mèlich. En Ritos de paso y violencia cultural, el primer capítulo, se aborda el tema que desde el primer apartado se venía anticipando: la violencia, terreno sobre el cual se forma la cultura. Para complementar sus razones, cita a René Girard (una de las autoridades más citadas en este libro), quien afirma que toda civilización es fundamentada en la violencia. Este factor aparece en los patios de recreo de las instituciones; según el autor, en este espacio se producen riñas que podrían provocar más violencia y donde debe haber, para que vuelva la armonía, una suerte de inmolación, es decir, debe existir alguien sobre quien recaiga la culpa del desorden. En este ejemplo vemos la relación que hay entre rito, sacrificio y violencia. Los ritos de paso, que dan nombre al capítulo, se refieren a los nuevos estados humanos o nuevas etapas. Mèlich cita al etnógrafo francés Van Gennep para hablar de las tres fases en estos ritos: la separación, que alude al alejamiento del seno de la madre; la transición, que se refiere a la etapa de la adolescencia en la que todavía se depende de los padres, y, por último, la incorporación a la vida adulta. El segundo capítulo, Deseo, imitación y rivalidad: La antropología de René Girard, centra su atención en la afiliación de la teoría de Girard en el ámbito de la educación. Mèlich habla del deseo y de la rivalidad que se produce a causa de este. La relación es triangular: en el deseo interfiere un sujeto y un objeto, pero ello conlleva una rivalidad. A partir de Girard, se puede comprender fácilmente: alguien desea un objeto porque su rival lo desea. Incluso llega el momento en que el antagonista importa más que el objeto de deseo. En la educación se presenta, como ejemplo, la relación maestro-discípulo. Al primero le agrada que lo tomen como modelo (es decir, convertirse en alguien parecido al maestro es el objeto de deseo de los alumnos), pero cuando este ve que pueden superarlo, cambia de actitud y desconfía (el maestro se vuelve el rival del alumno). El tercer capítulo de este último apartado se denomina Una pedagogía de la crueldad; en este capítulo Mèlich retoma el tema de la violencia y explica que la importancia y comprensión del sacrificio radica en lo significativo que pueda ser este acto para los practicantes. En este sentido, y según lo que explica el autor, el rito es violencia que sirve para controlar la violencia. Por esta razón, se inmola Edipo, acto de sacrificio y de ritual, que ayuda a controlar el caos en que vivía Tebas a causa de la peste. Al finalizar este capítulo, el autor ve con preocupación el hecho de que la cultura europea (y por qué no también la latinoamericana) haya extirpado el elemento religioso de sus actos, del mismo modo que la educación, siguiendo su ejemplo, lo hizo. En el Telón, las últimas páginas de “Antropología simbólica y acción educativa”, Mèlich retoma la conexión con el pasado de lo simbólico, lo ritual y lo mítico y afirma, como asentando una de sus tesis más recurrentes, que sin tradición, es decir, sin mito, ni símbolo, ni religión, la educación quedaría vacía.
De esta manera, Joan-Carles Mèlich descubre lo que se escondía tras lo oscuro, en lo nocturno: un eslabón que en lugar de acercarse nuevamente (si es que algún día estuvo en su sitio) a la cadena de la acción educativa, se aleja más y más, para darle paso, de modo inconsciente, a una razón perversa, tecnológica, científica y poco humana. Habría que estudiar con detenimiento si en verdad la educación, por lo menos en Latinoamérica, ha sido secularizada, o si manteniendo una enseñanza religiosa, ha carecido, sin embargo, de lo humano y ético que produciría lo mítico. Por otra parte, ya vimos que el símbolo, el mito y el rito son inherentes al hombre. Entonces, ¿qué hay en lo científico, en el día, que no permite las maravillas de la noche? Tal vez estos tres elementos se adecuen a los nuevos tiempos y a las nuevas tecnologías, a las ciencias naturales… Tal vez en Europa ya haya un eclipse, y mientras tanto, en Latinoamérica, la luna apenas se está fusionando con el sol.

martes, 17 de diciembre de 2013

Relaciones entre el espacio en Semiótica Discursiva y el espacio en Sociología: El norte y el oriente de Bucaramanga

Relaciones entre el espacio en Semiótica Discursiva y el espacio en Sociología: El norte y el oriente de Bucaramanga
Jhon Monsalve
imagen tomada de internet
Teniendo en cuenta que el espacio en Semiótica Discursiva es considerado como un objeto construido y programado a partir de la percepción del mundo, podría afirmarse que, de uno u otro modo, las propuestas de Pierre Bourdieu siguen objetivos parecidos y comparten rasgos similares. En primer lugar, hay una relación constante entre el espacio y el sujeto. En el discurso, el espacio es construido y fragmentado por el hombre; en la teoría sociológica de Pierre Bourdieu, esta fragmentación produce diferencias no solo espaciales, sino también axiológicas e ideológicas en los sujetos o agentes sociales que los habitan. De este modo, en Bucaramanga, podríamos reconocer, a través de una fragmentación previa, los distintos estratos socioeconómicos que existen. En el análisis discursivo, el espacio es discontinuo y, por tal razón, podemos, a partir de lo que percibimos, reconocer las fronteras espaciales y socioeconómicas. Para Pierre Bourdieu, no son las clases sociales las que existen sino el espacio que de manera virtual las configura: “No, las clases sociales no existen (...) lo que existe es un espacio social, un espacio de diferencias en el cual las clases existen de algún modo en estado virtual, no como algo dado, sino como algo a hacerse”. A esto, puede añadirse el acto de estudiar las axiologías e ideologías humanas a partir del espacio en que se hallen los agentes. Este espacio irá relacionado constantemente con el tiempo y con los cambios que por él se producen: un análisis sociológico al respeto pretende descubrir lo invariante de un espacio social a través de los años.
La fragmentación del espacio se lleva a cabo a partir de  dos principios de diferenciación: lo económico y lo cultural. En Bucaramanga, sin contar el área metropolitana, observamos que la fragmentación del espacio social está dada a partir de estos dos factores: los pobres y menos cultos se ubican generalmente en el norte; los de clase media y clase alta en el oriente: en Cabecera. Los agentes se relacionan con los que están en su mismo entrono.
En cualquier caso, son los sujetos los que configuran esas axiologías espaciales dependiendo del lugar en donde estén. Por otra parte, el análisis discursivo plantea una significación sociocultural del espacio que, de una u otra manera, también aporta a la fragmentación del mismo. Así las cosas, el norte de Bucaramanga está habitado por agentes que piensan y actúan de cierta manera a causa del espacio en el que viven, pero a la vez, estos lo programan. En otras palabras: hay fronteras sociales delimitadas por los sujetos, quienes actúan según el espacio en el que habitan.
Lo que Pierre Bourdieu denomina espacio simbólico se puede comprender en la medida en que se entienda la convención social del mismo. Es decir, los hombres se comportan de maneras particulares dependiendo del lugar en que estén. Generalmente, una persona de Cabecera que vaya a un barrio del norte irá precavida por los imaginarios sociales que se han construido en torno a este lugar. Del mismo modo, en algunas ocasiones, un habitante del norte de Bucaramanga, que se dirige hacia Cabecera, aceptará las miradas de reproche o tratará de habituarse al contexto, ya sea simulando lo que no es o comprendiendo, en definitiva, que simplemente no es su entorno.

De este modo, podemos concluir lo siguiente: la Semiótica Discursiva se encuentra estrechamente relacionada con las propuestas sociológicas del espacio de Pierre Bourdieu por el hecho de la dimensión sociocultural que las caracteriza. En la primera, se forman axiologías e ideologías después de que el hombre percibe el mundo con los sentidos; en la segunda, tales axiologías fragmentan el mundo, lo estratifican y lo ideologizan. Bucaramanga, por tanto, está fragmentada, axiologizada e ideologizada, y estas divisiones tal vez causan brechas y espacios sociales, donde el ser y el hacer pueden llegar a ser criticados y discriminados. 

martes, 10 de diciembre de 2013

Nuestro politeísmo

Nuestro politeísmo
Jhon Monsalve
Imagen tomada de internet
Sin darle crédito a la razón, ofrecemos nuestros triunfos y desdichas al vacío. No aceptamos que somos capaces de zanjar el bosque espeso de la vida para definir nuestro propio camino. Todo lo aducimos a otros. Un día nos sentamos a divagar, en distintas partes del mundo, sobre el poder del sol, de la luna, de la estatua que incrustábamos en altares, y adrede, para parecer enanos. Siempre con las ansias de ser inferiores, de vivir en el suelo, estancados, de rodillas, humillados por nuestros propios inventos. Arriba el astro o la creación mágica y escultural de un pedazo de piedra o de mármol que existe por el rol de manto que cumple en los momentos de hielo en los que está embutida la vida.
Y no nos conformamos con uno. La sangre de la Conquista se justificó, entre otras sandeces, por la cantidad de dioses que había en esos territorios. Fuimos politeístas y nos mataron por ello. No aceptaron, si quiera, que mantuviéramos nuestras divinidades a la par con la suya. El monoteísmo inquisidor de la Edad Media se implantó en la fe de los españoles, aun cuando la rebelión del yo, propia del egocentrismo renacentista y de la ilustración opaca, alzó su voz ante las llamas que volvieron cenizas opiniones opuestas. Fue y sigue siendo el miedo de la Iglesia a perder el poder. Los griegos eran politeístas y, por tal error, vivieron subsumidos, durante un milenio, en los archivos pecaminosos de los gloriosos aposentos, lejos del lugar en que se ubicaba la Santa Biblia, la más sanguinaria, injusta, misógina y corrupta de todas.
Mientras tanto, y sin darse cuenta, iban formando por obligación, con el Santo Oficio y las Cruzadas, una doctrina politeísta más absurda que las abolidas por ellos mismos. Los santos iban surgiendo, poco a poco, con el ritmo paulatino que merece el elogio a varios dioses. Tal vez los griegos, nuestros aborígenes y cientos de culturas politeístas cometieron el error de formar intempestivamente clanes divinos para momentos diversos de la existencia humana porque uno solo, por más fuerte que fuese, no podría cumplir con todo.
Pero al fin de cuentas, los padres de la Iglesia junto a sus feligreses terminan haciendo lo mismo. Es la imagen de un burro bravo que se mofa entre gruñidos de las orejas de burros mansos. Y junto a los santos se van apareciendo vírgenes débiles que, con pertinencia, representan a la mujer cristiana, supeditada y siempre tras el refugio de las lágrimas. Donde aparezca una virgen aparece un nuevo dios que ayuda, entre la ya dudosa omnipotencia, al jefe de todos, incluso de nosotros mismos, que inventamos un día para que menguara, de cierto modo, nuestra estupidez.
Pero ni los santos ni las vírgenes bastaron. Ahora los ángeles se labran su espacio en el cielo y en la fe de los cristianos… los mismos que masacraron a los que éramos y ya no somos porque pasamos a ser ellos. Y adoramos al dios que lideró las matanzas aborígenes en la búsqueda de un bien que para nosotros era un mal y que hoy, ingenuamente pero también hipócritamente, se volvió nuestra razón de vivir y de ser en el mundo. Los ángeles aprovechan la historia y se cuelan en el imaginario de los reyes, de los dueños del universo, de los verdaderos monstruos, hasta el punto de dudar si los ángeles no son más que peones de una divinidad mayor, que llegan a convertirse en semidioses con alas, o son verdaderos fantasmas creados, como todo en el mundo, por la extraña necesidad humana de adjudicar sus éxitos a otros. En este punto aparece la imagen de la modestia para justificar los desmanes capitalistas.

El politeísmo invade nuestra cultura: una divinidad y miles de súbditos. Pero ni siquiera podemos hablar de un solo dios, si ya le hemos otorgado la cualidad de ser tres. Desde los inicios, cuando aún el Cristianismo no tenía vírgenes y se conformaba con uno que otro santo no canonizado o con uno que otro ángel, ya había partido en tres a Dios, y Cristo era solo una cabeza. Y este monstruo de tres cabezas que hoy tiene más mil no ha podido con la maldad humana que se trepa en lo más alto de los estados sociales; más bien pareciera que da el visto bueno en las decisiones políticas porque, en su nombre, se firman decretos y se violan derechos. O quizá no nos hemos dado cuenta de que los padres de la patria, al fin de cuentas, son, como el papa, vicarios de Dios. Si es así, el tiempo no alcanzaría para contar a los dioses. 

martes, 3 de diciembre de 2013

El olvido y la memoria "En la laguna más profunda", de Óscar Collazos

EL OLVIDO Y LA MEMORIA “EN LA LAGUNA MÁS PROFUNDA”,
 DE ÓSCAR COLLAZOS
Jhon Alexánder Monsalve Flórez
Imagen tomada de internet
Nuestro país, en los últimos años, ha rescatado en la literatura la memoria de una nación olvidada por los medios de comunicación. Colombia, un país dolido por  su historia, por su predominante violencia, por su olvido, debe ser rescatado de alguna forma, y la literatura está al servicio de ello. Muertes, asesinatos, problemas sociales y políticos se pierden en los anales podridos y en los que huelen a nuevo. Un país que no recupera sus errores y sus triunfos, que no comprende su presente por las acciones y decisiones de su pasado, es un país condenado, tal como lo afirmó Napoleón Bonaparte, a repetir su historia. Entre los novelistas que tratan dicha temática, se encuentran, entre otros, Evelio José Rosero con “Los ejércitos”, Álvaro Pineda Botero con “El esposado” y Óscar Collazos con “En la laguna más profunda”. Esta última obra será objeto de estudio en el presente trabajo, y para su desarrollo se tendrá como base la teoría de Philippe Hamon con respecto a la construcción del personaje, con el fin de configurar el olvido y la memoria a través de las dos protagonistas de la novela. Estos dos ejes son fundamentales en la comprensión profunda de la obra por el hecho de que, por medio de estos, se llega a entender el olvido en el que nos han sumido y a percibir la literatura como salvadora de la historia que se esconde. Para ser más preciso, veremos la manera como el olvido se encarna en el cuerpo de Mamamenchu, la abuela, y cómo su nieta, Alexandra, intenta rescatar la memoria de la familia y del país por medio de la literatura.
Para que el lector tenga un conocimiento general de “En la laguna más profunda” y para que comprenda desde el principio su temática, presento a continuación y muy brevemente la trama de la novela: Este libro de Óscar Collazos es mucho más que una vaga idea del Alzheimer. Mamamenchu, una anciana de casi 80 años, va con su nieta, Alexandra, a encontrarse con su difunto marido en lo más profundo del bosque, a orillas del Río Magdalena.  Habla con él, baila con él, mientras su nieta piensa en el vestido que debió de utilizar la abuela el día del matrimonio y a recordar lo que había oído de voz de su padre sobre su juventud. Un día no vuelve porque se entera de la muerte de unos jóvenes descuartizados que hallaron justo en el lugar en que ella se encontraba con su esposo. Ese recuerdo y otros similares como la abundante agua que había en el Salto Tequendama y la pureza del mar en años anteriores van a permanecer en su mente durante el transcurso de la novela, mientras olvida la vida del común y corriente: sus gafas, su armario, su postre favorito. Cuando la enfermedad del olvido se complica, Alexandra, su nieta, empieza a recuperar el pasado de la abuela por medio de retratos familiares que datan de los años 80 del siglo XIX en adelante. A medida que estudia, por medio de fotografías casi ilegibles, la historia de la familia, se empapa más y más del pasado de la abuela, de sus viajes, de sus gustos, de su único amor. Entonces, empieza a reflexionar sobre la decadencia que ha tenido Colombia en cuanto a reservas naturales y comportamientos civiles, y decide escribir una novela al respecto.
 El producto de tal decisión, nos lo presenta con características precisas Óscar Collazos, nacido en Bahía Solano, municipio del departamento del Chocó, en 1942, y que ha dedicado su vida a la literatura y al periodismo: “En la laguna más profunda” es una novela juvenil, cuya narradora no alcanza si quiera la mayoría de edad; está dividida en 26 capítulos, que giran, en su mayoría, en torno a la abuela; aparece un gran número de palabras en cursiva que, tras un respectivo análisis, indican los vocablos que la narradora desconoce para su corta edad: espléndido, ladino, arcana, recóndita, etc. Novela publicada por la editorial Norma en el año 2011 con una carátula en la que aparece una mujer de avanzada edad sostenida en un bastón y con la mano izquierda en la cadera; lleva un bolso terciado y se dirige, por un andén solitario, hacia donde le indica la señal de tránsito: la anciana se dirige poco a poco a la laguna espesa de nubes que parece ser el cielo.
Veo necesario aclarar desde ahora que el momento que parte en dos la historia de la abuela es el mismo del que deviene el olvido. Después de ese suceso, la memoria de Mamamenchu comienza a perderse en las lagunas profundas del alzhéimer.  Rescato desde ya este acontecimiento porque es el eje central de la novela: de ahí surge toda la trama. Ese momento es la muerte de los muchachos hallados justo en el lugar en que la protagonista se encontraba con su esposo muerto para recordar los bailes, los momentos juntos, el amor que sentían. La abuela siempre iba a encontrarse con su difunto esposo y un día decidió no volver:
“De un día para otro la abuela decidió no salir más a pasear por el campo. Ni sola ni acompañada. Lo había hecho casi cada día y durante más de 30 años. Algo espantoso había ocurrido para que decidiera no pasear por el sendero que conocía de memoria, entre los magníficos árboles que rodeaban su casa”. (COLLAZOS: 2001, p. 25).
La razón de tal comportamiento fue el hallazgo de unos muchachos enterrados cerca de su casa. La misma abuela afirma lo siguiente:
“Me mataron muchísimos años de alegría (…) un día de estos me encuentro con un muerto en la misma puerta de mi casa”. (p. 28)
Y de un momento a otro, después de este suceso, empezó a olvidar. El olvido fue ganando espacio en su mente poco a poco. Primero empezó por olvidar las gafas, luego se equivocaba de habitación y entraba desnuda a la pieza de sus hijos, y al final olvidó todo: quién era, con quién vivía, inventaba momentos que no existieron, los asociaba con otros pero exageradamente. La primera oración de la novela antecede todo lo que en ella se cuenta: “Nada sucedió de repente” (p. 7). Es decir, el olvido fue apareciendo paulatinamente y se acomodó dentro de la memoria de Mamamenchu, y nada sucedió de repente, nada: ningún recuerdo, ningún pasado, ningún olvido.
Partamos de la siguiente postura de Philippe Hamon para comprender la manera como se configura la abuela como personaje:
“El personaje puede definirse, en una primera aproximación, como una especie de morfema doblemente articulado, es decir que con una segunda descomposición se obtienen características individuales  que por sí solas carecen de sentido (como el valor, la gallardía, la avaricia, etc.) pero que en conjunto definen específicamente al personaje”.
Esto es, en la novela, una constante: la abuela se caracteriza de distintas maneras y cada adjetivo o comportamiento tiene mucho sentido con su personalidad. Este apartado sobre la caracterización del personaje es sumamente importante para su comprensión: la abuela que en su juventud oía a Elvis Presley, que se vestía como hippie, que bailaba, salía, se vestía con faldas cortas es muy diferente a la abuela que sentada sobre su silla mecedora, en el jardín de la casa, teje alguna ropa y la desteje. Pero, mientras se sumergía en la laguna más profunda de la inconciencia, vestía ropa extravagante, recibía a los invitados de manera jocosa y jugaba con sus nietos  a que era una bruja. La edad senil no dejaba atrás su carisma y su jovialidad; solo el olvido ahogó hasta el más innato comportamiento:
“Una tarde la abuela apareció en la sala empirifollada, lista para recibir la visita. Se asomó, saludó y desapareció. Ya vuelvo, dijo. Volvió a aparecer, esta vez decidida a quedarse, mostrando su mejor sonrisa y sus mejores alhajas. Entonces mis padres tuvieron que hacer hasta lo imposible para que no interrumpiera la conversación y saliera con alguna de las suyas”. (p. 65).
Esta manera de comportarse hizo que el padre de Alexandra Blanco catalogara a la abuela como la mujer más feliz del planeta; como si el olvido y la senectud trajeran consigo la más grande felicidad:
“—La más feliz y la más libre porque hacía lo que quería dijo mi padre. Nada de lo que ella hacía le daba vergüenza añadió. Si le daban ganas de bailar sola, bailaba; si deseaba tomarse una copa de ponche, abría la botella y se sentaba en el sillón con las piernas estiradas. Llamaba por teléfono a las amigas, iba al cine con ellas; en fin, era libre y feliz”.  (p. 52).
De esta manera, se muestra positivo el hundimiento de la abuela en la laguna más profunda. Al menos, es feliz.  No obstante, y más adelante se desarrollará con más precisión esta idea, el olvido colombiano, personificado por la abuela y en un nivel de análisis más profundo, hace que en nuestro país se pierda la vergüenza ante las decisiones políticas y sociales que día tras día, desde hace muchos años, se han venido presentando de la manera más jocosa. Aclaro desde ahora que tanto la abuela como la nieta son metáforas del olvido y la memoria, respectivamente, en el pueblo colombiano ante su historia llena de violencia, corrupción y muertes.
Continuemos con la configuración del olvido por medio de Mamamenchu. El lenguaje fue uno de los cambios más notorios que tuvo la abuela mientras perdía paulatinamente la memoria.  Empezó a confundir las palabras, el orden de las oraciones, el olvido de los vocablos:
“Mucho tiempo después, me detuve a pensar en la confusión de las palabras y creí que el diccionario de la abuela había sufrido grandes modificaciones. El significado de una palabra pasaba a otra y lo que representaba una palabra se cambiaba para confundirla con otra. El río era el mar. La casa era la cueva. Lo blanco era lo negro. El agua era la leche. Una de las chancletas hacía juego con un zapato de fiesta rojo”. (p. 91).
Esto, explicado con base en la teoría psicolingüística, se entiende gracias a lo propuesto por el lingüista Andrew W. Ellis en su artículo “La producción de palabras habladas: una perspectiva cognoscitiva” denomina como parafasia semántica el uso de una palabra en lugar de la otra con algún tipo de relación, tal y como lo hacía la abuela: mar equivalente a río, o casa, a cueva. Textualmente, el autor, que centra su postura sobre todo en casos de afasia, es decir, en la pérdida de la capacidad de producir o comprender el lenguaje,  afirma:
“El paciente anómico (…) no podía nombrar la lluvia, pero consiguió decir agua. Otro no podía decir la palabra pluma, pero sí lápiz. Cuando los afásicos producen palabras reales en sus intentos fallidos, los errores que cometen se conocen como parafasias verbales. Con frecuencia guardan una relación semántica con la palabra pretendida, como sucede en los anteriores ejemplos”. (Andrew W. Ellis, 135).
Mientras olvidaba cada palabra, cada cosa, cada momento, cada historia, guardaba, en lo más profundo de su laguna, el recuerdo de la muerte de los muchachos, aquellos encontrados bajo tierra cerca de su casa, justo en el lugar en que acostumbraba visitar a su difunto marido:
“Lo único que la abuela no volvió a hacer fue pasear por el monte, como lo había hecho siempre, atravesando el sendero que llevaba al riachuelo y al lugar secreto de sus citas con el abuelo. Parecía no haber olvidado el episodio de los muchachos muertos. No hablaba de esta terrible historia, pero es muy posible que la mantuviera viva en sus recuerdos”. (p. 44).
Páginas adelante, cuando el olvido ha colonizado gran parte de su memoria, la abuela hace la pregunta: “¿Saben algo de los muchachos que encontraron muertos en la casa de campo? (…) No me explico por qué los enterraron desnudos” (100). La memoria se pierde poco a poco, pero mantiene vivo el recuerdo que partió en dos la vida de la anciana y el desarrollo de la novela. Este fragmento es fundamental para la comprensión global de la obra: se puede olvidar todo, menos lo inhumano, lo que ha marcado al país de por vida, lo que debería ser recordado imperativamente. La abuela, durante el desarrollo de la historia, rescata ese recuerdo hasta cuando se sumerge de pies a cabeza y definitivamente en la laguna más profunda.
Hasta el momento he esbozado, grosso modo, la manera como está construido el personaje en la obra, que no es más que un campo semántico que, tal como lo afirma Philippe Hamon, se comprende en su totalidad al final de la obra:
“De otro lado la primera aparición de un nombre propio no histórico introduce en el texto una especie de blanco semántico que procede a cargarse rápidamente mediante un retrato, la mención de actividades significativas, su papel social particular, entre otras formas. (…) Es importante recalcar que este blanco semántico no llegará a estar completamente lleno sino hasta la última página del texto”.
Pues bien, partiendo de lo anterior, trataré de explicar de qué manera termina configurándose el olvido en la novela a través de Mamamenchu.  Veremos el ahogo eterno en la laguna, los recuerdos perdidos, el olvido de lo que había persistido por tanto tiempo.
Junto al olvido, vino la vejez, y no al contrario. La vejez fue una causa, pero no la más poderosa. Se enflaqueció, fue internada en un ancianato, olvidó hablar: no decía ni una palabra, ya ni se expresaba con la mirada. Las fotos que Alejandra le mostraba día tras día eran las que le aguaban los ojos, no porque recordara, sino porque sentía que allí en cada una de ellas estaba detenida una parte de su tiempo dejado atrás, como el sueño que un día tuvo: sus padres se habían bajado del tren para comprar algunos dulces, y no se dieron cuenta del momento en que la niña se bajó del ferrocarril. Después de que quedó sola en el andén:
“Se fue alejando más y más hasta perderse en la distancia. Y ella lo veía alejarse a medida que la invadía el pánico. Miraba alrededor y no veía a nadie. A nadie, lo que se dice a nadie. Entraba a la sala de espera de la estación y era como si el mundo se lo hubiera tragado la tierra”. (p. 38)
Ese tren es la vida detenida en las fotografías. Es el pasado que se va rápidamente y se lleva los recuerdos de la abuela. Es la cantidad de cosas que se observan mientras se esfuman. Es como caminar de espaldas y mirar lo que se va dejando atrás. Ese sueño que aparece en la novela antecede los hechos. Los recuerdos se van para siempre en el tren del olvido.
La niña del sueño, que era la misma abuela, buscó dónde alojarse y encontró una casa que acentúa la referencia del olvido inminente en la obra:
“Era una casona de madera de dos pisos con una escalera que crujía a medida que ella subía en busca de personas después de haber recorrido una sala sin muebles. Del cielo raso de madera oscura colgaban hasta el suelo telas de araña que la envolvían a medida que ella avanzaba”. (39).
El miedo al olvido, a las telarañas que cubren los recuerdos, a las escaleras que crujen porque la memoria se escapa a pedazos, la sala sin muebles que es lo mismo que la mente sin recuerdos. Una vez más el olvido, una vez más las fotos que atrapan el tiempo que la abuela, por más que se esfuerce, no logra identificar o comprender.
En los últimos capítulos de la novela, la abuela sufre un accidente. Este es otro momento crucial en la obra: la enfermera trata de subirla a la silla de ruedas, resbalan y la abuela se fractura la cadera y es hospitalizada. Después de que le dan de alta, queda amarrada a una pipeta de oxígeno, inservible para todo, incluso para sostenerse por sí misma. Empezó a morir. Empezó a olvidar para siempre.
Ahora bien y enfatizando lo ya afirmado: tanto Alexandra Blanco como Mamamenchu son metáforas de la memoria y del olvido, respectivamente. La nieta recupera la memoria de la abuela por medio del estudio desmedido de las fotografías familiares que datan desde los últimos años del siglo XIX hasta nuestros días. Son fotografías a las que el tiempo les ha borrado algunos trozos de memoria familiar y nacional. Los mares cristalinos de antaño, los ríos convertidos en basureros de la inconciencia, los muertos pidiendo un lugar en los recuerdos, la violencia sentada a las afueras de lo evidente, el olvido ganándole terreno a la memoria. Óscar Collazos hace con esta novela algo más profundo que una simple historia del alzhéimer, retoma algo mucho más importante que la memoria de una familia: el autor busca recuperar la memoria social y natural de nuestro país, de la misma manera que lo hace su pequeña personaje de En la laguna más profunda: por medio de la escritura.
En una entrevista que, en marzo del año 2011,  le hace el Diario El colombiano de la ciudad de Medellín al escritor Óscar Collazos sobre la publicación de esta novela, el periódico cataloga a En la laguna más profunda como una historia del alzhéimer, de la siguiente manera:
“En la laguna más profunda, la nueva novela de Óscar Collazos, es una historia sobre el alzhéimer. Un tema que parece propio de los libros de ciencia y no más. Y lo que hace él es ir a la cotidianidad”. (El colombiano.com).
Si bien es cierto que la novela gira en torno a esta enfermedad, también lo es que no se debe limitar a esa simple definición pues la obra aporta mucho más que una idea de la cotidianidad del alzhéimer. Más bien deberíamos centrarnos en la configuración de dicha patología en el desarrollo de la obra y su relación con lo verdaderamente importante: la memoria y el olvido de la violencia y la contaminación ambiental en nuestro país (que también es una forma de violencia). En primer lugar, los síntomas de esta enfermedad están pertinentemente ubicados en el orden situacional del relato. Ruth Duskin Feldman, escritora y profesora de temas relacionados con el desarrollo humano, junto a tres colegas, presenta en su libro “Desarrollo del adulto y vejez” los síntomas de la enfermedad mortal denominada alzhéimer:
“Los síntomas clásicos de esta enfermedad son el deterioro de la memoria y del lenguaje y déficit en el procesamiento visual y espacial (Cummngs, 2004). La incapacidad para recordar eventos recientes o registrar información nueva es el primer síntoma notorio, por ejemplo, una persona puede volver a preguntar algo que apenas le respondieron o dejar sin terminar una tarea cotidiana”. (Ruth Duskin Feldman et alt: 2009, p. 132).
Ahora bien, veo importante hacer la relación de los síntomas que presenta Duskin Feldman con la enfermedad del olvido, tal como la llamaba el padre de Alexandra en la novela. Mamamenchu hacía preguntas que olvidaba en instantes e inmediatamente volvía a exponerlas:
“Les preguntaba a mis padres qué íbamos a almorzar. Mi madre le decía que una crema de brócoli y un bistec a la plancha acompañado de habichuelas hervidas, y ella probaba el menú. Pasaba un minuto y hacía la misma pregunta. ¿Qué es lo que vamos a almorzar, m’hija?” (p. 62).
Y poco a poco, día tras día, este síntoma, que al principio fue tomado como una actitud normal en la vejez, fue incrementándose hasta el deterioro total de la memoria. Para Alexandra fue el comienzo de la sumersión de la abuela en la laguna más profunda de la inconciencia. Junto a esto, vinieron consecuentes momentos de cambio de personalidad: unos días se disfrazaba de bruja para jugar con su nieta, otros días se volvía irascible, otros más se sentía la dueña de la casa. Al respecto los autores que he venido citando agregan los siguientes síntomas a los ya expuestos:
“Los cambios de personalidad (con mucha frecuencia, rigidez, apatía, egocentrismo y control emocional deteriorado) tienden a ocurrir en una etapa inicial del desarrollo de la enfermedad (…). Después se presentan otros síntomas más: irritabilidad, ansiedad, depresión, y más tarde, ilusión, delirios y vagabundeo”. (p. 132).
En la novela los padres de Alexandra la empezaron a alejar de su abuela, con el argumento de que era por el bienestar de las dos. Este hecho merece una nota aparte debido a que los padres empiezan a configurarse del mismo modo que la tía: como oponentes en la narración: oponentes de que su hija rescate la memoria de la familia y de Colombia. El alzhéimer, como lo hemos visto, sí es una ficha fundamental en el ajedrez de la novela, pero es solo el eje en donde giran todas las acciones, pensamientos y comportamientos de los personajes; esto es: si aparece el alzhéimer en la novela podríamos afirmar que es metáfora de la enfermedad de un país hacia los recuerdos de su patria. Al igual que la abuela, al parecer, los colombianos terminamos preguntando las mismas cosas, cambiamos de personalidad y nos volvemos irascibles, no por la posibilidad del olvido, sino por no querer recordar nuestra historia. Un día la madre de Alexandra le advierte que su abuela tiene disposición a la ira; la enfermedad empezaba a complicarse:
“Al principio nada de lo que le estaba pasando a la abuela me parecía grave. Para mí, lo importante era que siguiera viva. Claro que era muy triste saber que, poco a poco, ya no reconocería a nadie, ni siquiera a sus hijos y nietos. Al saber esto me puse muy triste”. (p. 103).
La consciencia de que la abuela se sumergía paulatinamente en la laguna más profunda fue lo que llevó a Alexandra a tomar la decisión de recuperar la historia familiar. Tal como lo afirma en la cita anterior, llegaría a no reconocer ni a sus hijos ni a sus nietos, y si no se recata el mundo de Mamamenchu, se pierde para siempre. Alexandra, como se expuso líneas arriba, recupera por medio de fotografías y de la escritura el pasado de la abuela: un pasado lleno de violencia y de cosas hoy perdidas. Un ejemplo del primer concepto son las fotografías de la Guerra de los mil días, en la que, al parecer, había participado el abuelo de la protagonista:
“¡Un siglo! ¡Cien años! Encontré postales fechadas en Panamá en 1900, escritas por el abuelo de mi madre. Me llamó la atención una que decía: “Esta guerra es lo más cruel y terrible que hemos vivido”. 12 de octubre de 1900. “Pienso en ti y en nuestras criaturas en todo momento y solo deseo que Dios ilumine la mente de nuestros compatriotas y pongamos fin a esta carnicería que ya no tendrá vencedores sino vencidos”, leí conmovida (…)”. (p. 141, 142).
Y un ejemplo de las cosas perdidas sería el agua coloreada de mugre y polución que la abuela divisó en su último viaje a Cartagena y que sintió en el alma:
“(…) decía que las lanchas que surcaban la bahía estaban envenenando las aguas. Le pedía a mi padre que hiciera algo para impedirlo, que llamara a la capitanía del puerto o al presidente de la república. Le están echando veneno al mardecía en tono de alarma (…). Veo un cementerio de peces en una piscina de gasolina y aceite”. (p. 81).
La extensión de este trabajo no permite la descripción de cada uno de los acontecimientos que se acomodan, ya sea en el primer concepto o en el segundo. Pero la alusión a la muerte de los muchachos, escena de la obra que parte en dos la vida de la abuela, se acomodaría perfectamente en la violencia, y el agua escasa del Salto Tequendama, del que también ya hice alusión, entraría dentro de las cosas hoy perdidas. Una violencia incesante y una contaminación en el auge son los hechos ocultos por el alzhéimer avanzado de un país que parece olvidar su historia, y que Collazos logra exponer pertinentemente En la laguna más profunda. Los últimos síntomas de esta enfermedad los expone Ruth Duskin Feldman, junto a otras autoridades en el tema, de esta manera:
“Hacia el final de la enfermedad, el paciente no puede entender o usar el lenguaje, no reconoce a los miembros de su familia, no puede comer sin ayuda, ni controlar los intestinos y la vejiga, y pierde la capacidad de sentarse, caminar y tragar comida sólida. La muerte por lo general llega entre ocho o diez años después de la aparición de los primeros síntomas”. (Ruth Duskin Feldman et alt: 2009, p. 132)
Y es acorde con los hechos de la novela. Mamamenchu queda en silla de ruedas y pierde poco a poco el lenguaje. Es más: una cosa se relaciona con la otra después de que la enfermera en un descuido deja que la abuela se caiga de la silla de ruedas y se fracture la cadera. Después de este hecho, la abuela empeora su estado de salud física y mental. Las palabras empezaron a olvidársele e inventaba juegos para mantener en funcionamiento la memoria. Describía objetos que no recordaba y le cambiaba el nombre a las cosas.
Y empezó a acabarse el diccionario de la abuela hasta que olvidó todo, y no volvió a hablar nunca. De esta manera, se configura el alzhéimer en relación con lo metafórico de la novela. No es simplemente, como ya lo expuse, una historia de esta enfermedad, sino el eje de los pensamientos y comportamientos de los personajes. A continuación presentaré con más rigor la recuperación de la memoria familiar por parte de Alexandra Blanco que al mismo tiempo es el recobro de la memoria social, política y natural de nuestro país, que, según estudios que se han hecho en torno a la literatura de Óscar Collazos, es una temática recurrente en sus obras. Como ejemplo de esto y antes de pasar a lo ya predicho, me permito citar un fragmento del análisis de la novela de este mismo autor titulada “Memoria compartida” y que lo presenta Luz Mery Giraldo en una compilación de crítica literaria que denominó “La novela colombiana ante la crítica 1975-1990”; el autor es Jacques Gilard, quien expone lo siguiente:
“Las verdades yacen fuera del discurso oficial. Las encuentran los personajes en documentos (…) y en sus propias memorias que son vivencias acumuladas. (…). Los documentos son de dos tipos y de dos épocas, aunque en ambos casos se ven centrados en torno a la constante histórica del terror.  Hay, por una parte, las Memorias redactadas por el bisabuelo de Mariana, escritas en los tiempos de la independencia (…); esas memorias, centradas en los años 1816-19, son un anticipo irreflexivo de la memoria compartida, dialéctica y crítica, de Alberto y Mariana”. (GIRALD, 278). 
Sobra hacer la apreciación de que la memoria como necesidad de recuperación en nuestro país es casi un grito por parte del escritor colombiano Óscar Collazos. La redención de una memoria social, política y natural es la que nos propone el autor En la laguna más profunda.  David Middleton y Derek Edwards exponen la memoria como: “Algo que se da en un mundo de cosas, así como de palabras” y agregan que los objetos
“desempeñan un papel fundamental en los recuerdos de las culturas e individuos. Lo que convierte la memoria en algo social no es solo el hecho de que la gente recuerde junta o que los recuerdos sean soluciones sobre lo que ha sucedido en el pasado. Se admite que éstos (los objetos) son aspectos clave de la forma en la que se da el recuerdo”. (74).
De esta cita podemos rescatar varias cosas: la memoria social, por un lado, y el papel de los objetos, por el otro. Entendamos, primeramente, que al hablar de memoria social nos estamos refiriendo al hecho de que recordamos gracias a situaciones de contexto, es decir, que no nos podemos desligar de las personas y eventos del momento que rememoramos, y teniendo en cuenta el otro punto, tampoco podemos desasirnos de los objetos allí presentes.  Esto llevado a la obra se presenta en escenas como la de los muchachos muertos, en la que la televisión juega un papel fundamental en el contexto de la recepción de la noticia. El lugar al que iba la abuela era recordado por el hecho de que allí había vivido momentos amorosos con su difunto esposo. Además, no era solo Mamamenchu la que sabía esto: también  Alexandra y sus padres. La memoria, por lo tanto, no era solo de la anciana, sino de la familia completa: un a memoria, cabe decirlo, casi inconsciente por parte de los padres de Alexandra. De igual modo, haciendo la relación respaldada por la crítica literaria de otra obra del mismo autor con temática similar, podríamos afirmar que nuestra memoria social colombiana está ausente por culpa de un alzhéimer también social: los ríos sucios, los muertos olvidados, la violencia que no descansa, la polución cotidiana, el olvido absoluto. Las fotografías que estudiaba Alexandra Blanco para recuperar la memoria de la familia son las mismas que recuperan parte de la historia de Colombia y que proponen a la vez una reflexión sobre la contaminación ambiental. Mientras la abuela olvida, Alexandra, en representación de la juventud, no lo permite; recupera, por medio de la escritura, más de un siglo de vida familiar y nacional. 
Ahora bien, James Fentress y Chris Wickmam, en su libro “Memoria Social”, dividen la memoria en dos partes: una objetiva y una subjetiva:
“Hay una parte objetiva que sirve como contenedor de hechos, la mayoría de los cuales podrían estar guardados en otros lugares diversos. Hay una parte subjetiva, que incluye información y sentimientos que son parte integral de nosotros y que, por lo tanto, solo pueden estar bien localizados en nuestro interior”. (FENTRES Y WICKMAN: 2003, p. 23).
Esto introduce el hecho de que como humanos recordamos las cosas que más nos parecen significativas y, del mismo modo, olvidamos las que no lo son tanto. Para la abuela, como se ha reiterado en varias ocasiones en este trabajo, un hecho que marcó su vida fue la muerte de los muchachos que aparecieron enterrados justo en el lugar en el que se encontraba con su difunto marido para rememorar amores del pasado. Este recuerdo perduró hasta la última etapa de su enfermedad. No tuvo memoria de los hechos cotidianos, pero recordó esta masacre durante mucho tiempo. Estos eventos que se olvidan hacen parte de aquello que los autores de la cita anterior denominan memoria objetiva, entendida esta como la simple recopilación de datos y hechos que, al presentar la opción de estar guardados en otros lugares, pueden tender a olvidarse más rápido de lo común. En cambio, la memoria subjetiva, que es aquella que mantiene la abuela por mucho tiempo en relación con la masacre de los muchachos y con la pérdida de un medio ambiente sano, está determinada por los hechos significativos del que rememora; en palabras de Paul Ricoeur diríamos que: la inscripción de la huella más problemática del pretérito “consiste en la persistencia de las impresiones primeras en cuanto a pasividades: un acontecimiento nos ha afectado, impresionado, y la marca afectiva permanece en nuestro espíritu” (RICOEUR: 2000, p. 547). Una de las oraciones de la abuela que más enfatiza esta postura es la siguiente: “Me mataron muchísimos años de alegría” (COLLAZOS: 2000, p. 28), proposición que representa el impacto negativo que dejó la masacre en Mamamenchu. De esta manera, mantiene vivo el recuerdo de este y otros hechos relacionados con la violencia y el medio ambiente y su desintegración. La abuela es la memoria de un país y sus guerras humanas y antibiológicas; es el cuadro metaforizado de lo que muy pocos recuerdan; es la ausencia crítica, social y política que, poco a poco, del mismo modo que la enfermedad de la abuela, tiende a dejarse atrás, a olvidarse para siempre. Es así que la juventud, encarnada en la obra por Alexandra Blanco, toma las medidas necesarias para detener, aunque sea un poco, la desintegración del olvido que gana cada vez más espacio en los pequeños parches de la memoria. La única capaz de dicha hazaña es la nieta, la joven herencia de la familia Blanco, la que puede recuperar la memoria que la abuela pierde paulatinamente.
Continuemos con el concepto de memoria significativa. Páginas más adelante, los autores de “Memoria social” afirman:
“Hemos visto que la memoria social existe porque tiene significado para el grupo que la recuerda. (…) qué tipo de cosas se recuerdan y por qué es un tema igual de importante. Los sucesos se recuerdan mejor si encajan en una de las formas de la narrativa con la que ya cuenta el grupo social; muchos campesinados por ejemplo, disponen de formas bien establecidas de narrar revueltas locales contra el Estado (…)”. (FENTRES Y WICKMAN: 2003, p. 113).
Si bien es cierto, y ya lo he afirmado en párrafos precedentes, que la memoria social se da a causa de la imposibilidad del desligamiento que el humano tiene hacia su contexto donde se producen las situaciones de enunciación y las acciones humanas, también hay que comprender, en el caso que se tomara la memoria social como memoria colectiva, que, en la novela, la abuela y la nieta son las únicas que son conscientes de la crueldad de la masacre de los muchachos y de la polución excesiva en el medio ambiente.
Así las cosas, En la laguna más profunda es una novela que va más allá de la configuración del alzhéimer por medio de la narración. Esta obra presenta dos valores que se contraponen durante su desarrollo: la memoria y el olvido. Los personajes protagonistas son metáfora de estos dos factores; por un lado, la abuela que pierde paulatinamente la memoria familiar, social y ambiental; y por otro, la nieta que, por medio del estudio de las fotografías de la familia y de la escritura de una novela, logra recuperar la memoria de su abuela, de su cuna y de su país. En la laguna más profunda es la novela que representa, a través de la narración, el olvido que gana espacio dentro de la memoria de Colombia. Recuerdos que se están olvidando a pedazos, parches invisibles de pasado, aires negros, tierras infértiles, montañas rapadas, aguas oscuras, muertes escondidas, violencia a flor de piel. Tal vez, del mismo modo que, en la novela, Alexandra, la menor de la casa Blanco, recupera la memoria de su pasado, así mismo, la juventud sea la única capaz de lograr que las reminiscencias de una patria violenta y desintegrada ambiental y socialmente perduren como base de las propuestas para un mejor país.

BIBLIOGRAFÍA:
Ellis, Andrew W. (1985). The production of spoken words: A cognitive neuropsychological perspective.  En: Progress in the Psychology of language. Vol. 2. Londres: LEA.
Fentress, James y Wickhan, Chris (2003). Memoria social. Madrid: Ediciones Cátedra.
Giraldo, Luz Mery (1994). La novela colombiana ante la crítica 1975-1990. Cali: Universidad del Valle.
Middleton, David y Edwards, Derek (1900). Memoria compartida. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica.
Papalia, Diane; Sterns, Harvey; Duskin Feldman, Ruth y Camp, Cameron (2009). Desarrollo del adulto y vejez. México: McGRAW-HILL/INTERAMERICANA EDITORES S.A.
Ricoeur, Paul (2000). La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: Fondo de cultura económica.